Presidente Piñera vota en elecciones de convencionales constituyentes. Foto: Marcelo Segura/ Gobierno de Chile
Sociedad

Outsiders de la política escribirán la nueva Constitución chilena

De los más de 14 millones de electores chilenos solo seis millones fueron a las urnas para definir los integrantes de la Asamblea Constituyente. Los resultados causaron un vuelco en la política chilena y en el mercado financiero. El formato de la futura Carta Magna es un misterio

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Días atrás el mapa político chileno se reconfiguró de manera inesperada y abrupta. Como si una poderosa y colosal mano hubiera empujado montañas hacia un lado, creado nuevos valles y ríos, achicado altiplanos previamente existentes, barrido bosques, instalado desiertos y formado nuevas selvas. Gracias a este recién ocurrido «cataclismo», pasará un tiempo antes que los analistas y científicos políticos puedan entender la nueva «geografía» de la política en el país. Los cambios “topográficos” todavía no terminaron. Continuarán a lo largo de todo el 2021 y el 2022. Y probablemente durante los años posteriores también.

No fue como la caída del meteorito que inició el fin de los dinosaurios… pero casi. Las elecciones para los 155 constituyentes significaron una paliza para los partidos de centro derecha y derecha que se habían presentado de forma unificada, con una lista única de candidatos, a pesar de sus rivalidades internas. El objetivo de esta unión (incómoda para muchos de sus participantes) era el de, por lo menos, conseguir un tercio de los votos (51 escaños) para poder vetar cualquier iniciativa de la izquierda y la centroizquierda que consideraran “peligrosa” para sus intereses (por ejemplo, el fin del sistema previsional basado en los fondos de pensiones y su sustitución por el sistema anterior, totalmente estatal).

«No los unió el amor sino el espanto», dijo – en otro contexto y en su juventud – el escritor argentino Jorge Luis Borges. Los partidos convencionales de izquierda y de centroizquierda no llegaron a sufrir una paliza equivalente a la de sus colegas de derecha y de centroderecha, pero sí una sonora bofetada de la sociedad.

Derecha y centroderecha obtuvieron 37 escaños, 14 menos que el tercio necesario para tener el poder de veto. Mientras que la coalición de izquierda dura y radical alcanzó 28 escaños, superando por primera vez a sus rivales de centroizquierda light, que tuvieron 25. Así, izquierda y centroizquierda, juntas, superan holgadamente a la derecha y la centroderecha.

Los independientes 

Todos estos grupos han sido largamente superados si se los compara con el inesperado fenómeno de los “independientes”. Los candidatos emergentes que no pertenecían a las entidades partidarias conquistaron 48 escaños, o sea, el 31% de la Constituyente. Políticamente, los independientes serían en su mayoría de centroizquierda e izquierda. Pero no constituyen un cuerpo unificado. Al contrario, están fragmentados.

Una parte de estos independientes, casi todos outsiders, vienen de liderazgos surgidos durante las protestas sociales del 2019 e inicio del 2020, entre los cuales hay líderes feministas, sindicalistas, liderazgos sociales, entre otros. Otra parte viene del área intelectual, ciencia, urbanismo, emprendedores, psicólogos, médicos, entre otros. Algunos poseen un discurso antisistema, otros se concentran en propuestas feministas, otros todavía no están interesados en la lucha de clases y están concentrados en las cuestiones ambientales.

Sin embargo, el Observatorio Nueva Constitución resalta que además de los 48 independientes de partidos hay otros 40 independientes que fueron elegidos bajo el “paraguas” de algún partido, pero que no son militantes propiamente dichos de esas organizaciones. Así, el peso de los dos tipos de independientes sube a 88 escaños – el equivalente al 64% de la Constituyente.

Esto quiere decir que los partidos formales, base de la política chilena en estos dos siglos de independencia, tendrán que resignarse a un papel secundario en la formulación de la nueva Carta Magna del país (pero nunca descartemos que, gracias a la habilidad histórica de maniobrar y negociar, podrán imponer cierto peso en las discusiones a lo largo de los próximos meses).

Horas después de finalizar el recuento de las urnas, el presidente Sebastián Piñera, de derecha, reconoció la derrota y declaró que el gobierno y los partidos históricos “no están sintonizando adecuadamente las demandas y los deseos de la ciudadanía”. En relación a la victoria de los independientes, afirmó que el gobierno y la oposición están siendo interpelados por lo que denominó “nuevas expresiones y nuevos liderazgos”.

Los indígenas

Además de los independientes, hay 17 constituyentes elegidos por las comunidades indígenas. Entre ellos, la comunidad mapuche, que protagonizó las principales protestas indígenas en las últimas décadas, tuvo derecho a siete escaños. Los aimaras, a dos. Y los ocho pueblos restantes, entre ellos los rapa nui, de la Isla de Pascua, se quedaron con un representante cada uno. 

Los indígenas han sido históricamente excluidos de las decisiones políticas chilenas, tanto por los gobiernos de derecha como por los de centroizquierda. Los indígenas podrían ser un adicional “independiente” en la ecuación de la Constituyente. Hace dos décadas protestan de forma intermitente, exigiendo la entrega de tierras ancestrales, especialmente en el sur del país. Tanto en el gobierno anterior, de la expresidenta Michelle Bachelet, como en el actual, del presidente Piñera, los indígenas tuvieron duros choques con la policía y fueron acusados por las fuerzas de seguridad de haber atacado tierras e iglesias de “blancos”.

Descontando también a los indígenas, el número real de constituyentes que pertenecen formalmente a partidos políticos es de apenas 50.

La crisis de los partidos históricos

El desempeño mediocre de los partidos chilenos es la punta del iceberg de la ciclópea crisis de representatividad de esos grupos políticos. Los partidos, involucrados en una serie de escándalos de corrupción, sufren hace décadas una virtual sordera frente a las demandas de la sociedad y una falta de reacción concreta durante la crisis iniciada en 2019, y generan una enorme desconfianza en la sociedad.

Según una encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) solo el 2% de los chilenos confía en los partidos políticos existentes. La encuesta, de abril de este año, sostiene que solo el 8% confía en el Parlamento; y solo el 9% en el gobierno.

Es necesario resaltar que, a pesar de la crisis que asola (y ahora más) los partidos políticos chilenos, toda su dinámica ha sido siempre muy previsible. En Chile (así como en Argentina o en Uruguay, pero muy diferente a Brasil), nadie pasa de un partido a otro como quien cambia de marca de bebida. Generalmente, cuando alguien se pelea con su partido, forma una disidencia que funda un nuevo partido – y esto ocurre con poca frecuencia.

Además, en Chile, las personas votan la lista de los partidos. O sea, no se vota a un diputado específico por separado. Se vota al partido (y el partido tiene su lista de diputados). 

O sea, el esquema chileno no tiene nada que ver con los partidos políticos de Brasil, donde un candidato a diputado hace publicidad electoral sin colocar la sigla de su partido, o donde un diputado puede ser candidato por el partido X, en el medio de su mandato pasar al partido Z y, más tarde, reelegirse por el partido Y (¡y todo eso en menos de media década!).

El oportunismo que impera en la política brasileña y la ausencia histórica de fidelidad partidaria (especialmente desde la Nueva República) hacen que Brasil sea un inmenso conjunto de “independientes”, aunque todos dentro de sus respectivos partidos circunstanciales. Así – mutatis mutandis – los políticos brasileños son “independientes” dentro de un determinado esquema de poder y relaciones políticas ya conocido, todo condimentado con el legendario “estilo brasileño”. 

En el caso chileno, ahora con los independientes de la Constituyente, nada es previsible.

Secretario de Estado de los EUA Henry Kissinger con Pinochet, en 1976. Foto: Archivo General Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores/ CC BY 2.0 cl

«Frankenstein» sin legitimidad: la Constitución pinochetista

La Constitución actual es de la época de la dictadura del general Augusto Pinochet, y fue aprobada en 1980 por un controvertido plebiscito realizado en pleno régimen militar. En esa época, la dictadura hizo una intensa campaña por TV – algo que estaba prohibido para la oposición, cuyos representantes habían sido ejecutados o llevados al exilio. Además, el recuento de los votos también lo hacía la dictadura.

En las últimas tres décadas, desde la vuelta de la democracia, la Constitución «pinochetista» fue reformada 21 veces. Una de ellas redujo el mandato presidencial que, por deseo de Pinochet, era de ocho años. Otra, en 2005, más amplia, eliminó los puestos de senador vitalicio y los nueve senadores designados por las Fuerzas Armadas. 

De esa Constitución original quedan pocos puntos pinochetistas. Sin embargo, los que quedaron generan polémica en la sociedad chilena. Entre ellos, la eliminación del papel del Estado en varias áreas del servicio social, como las pensiones, dejando todo en manos de particulares y autorizando al Estado a intervenir solamente en caso de extrema necesidad. O, la prohibición de que funcionarios públicos puedan realizar paros. 

La actual Carta Magna también determina un presidencialismo considerado excesivo, en el cual el Parlamento está muy limitado. 

Y, aunque la proporción de los pueblos originarios entre la población chilena (10%) sea relevante, la Constitución de Pinochet ignoraba a este sector. Más aún, la actual legislación excluye pobres, indígenas y privilegia militares. Entre otros puntos, se convirtió en un “Frankenstein”, con tantos injertos que no logró ni siquiera la legitimidad necesaria para ser un elemento de unión entre los chilenos.

Presidente Sebastián Piñera vota en la elección para constituyentes. Foto: Marcelo Segura/ Presidencia/Gobierno de Chile

La elección de los constituyentes tuvo una participación reducida en las urnas 

En octubre del año pasado, el 78% de los votantes que fueron a las urnas dieron el “sí” a la convocatoria a la Constituyente, una altísima adhesión a la propuesta de hacer una nueva Constitución. Mirando detalladamente, sin embargo, la participación electoral fue del 50,2%. Esta vez, en la elección de los constituyentes, la participación fue todavía más baja, el 41,5% de los electores chilenos. 

El voto no es obligatorio en el país desde las elecciones presidenciales del 2013. En esa ocasión, la abstención fue enorme. Michelle Bachelet venció las elecciones con 3,4 millones – número que representaba el 62% de los votantes que fueron a las urnas. Parecía impresionante, pero era apenas el 25% del electorado. Del mismo modo, en 2017, Sebastián Piñera se eligió con el 49,2% de los sufragios de los votantes que fueron a las urnas, pero que representaban solo el 26% del electorado total. 

O sea, tanto Bachelet como Piñera representaban, en la práctica, una minoría de la sociedad chilena. Bachelet terminó su mandato con alta impopularidad. Piñera ya tiene una colosal impopularidad desde 2019 y todo indica que terminará su mandato con el peor desempeño de un presidente desde la vuelta de la democracia.

En 1988, cuando los chilenos fueron a las urnas para votar en el plebiscito que definió el fin de la dictadura pinochetista, el 97,5% del electorado fue a las urnas. En las elecciones presidenciales del año siguiente, votó el 93,7%. El fin del voto obligatorio generó una caída abrupta en la participación. 

Además de la elección para constituyentes, los chilenos también eligieron alcaldes, concejales y gobernadores. En Santiago, por primera vez en la historia, el Partido Comunista eligió un alcalde. Su candidata Iraci Hassler, de 30 años, derrotó al actual alcalde, Felipe Alessandri, del partido conservador Renovación Nacional. El impacto de esta derrota también fue considerable, ya que Alessandri era un representante del tradicional establishment político y es sobrino nieto de un expresidente de la República y sobrino bisnieto de otro expresidente. Hasta hace poco, el “pedrigree” político tenía gran peso en Chile. A partir de ahora parece que no más.

El Palacio Pereira, en Santiago, será el escenario de la elaboración de la Nueva Constitución chilena. Foto: De DelRoble Caleu/ Trabajo propio, CC BY-SA 4.0.

Comienzan los trabajos: cómo será el proceso para la nueva Constitución chilena

Entre el fin de junio y el comienzo de julio, los 155 constituyentes electos empezarán las reuniones para la elaboración de la nueva Carta Magna chilena. Trabajarán en el Palacio Pereira, una antigua mansión neoclásica en el centro de Santiago. Las sesiones del plenario se realizarán en el Palacio del ex Congreso Nacional de Chile (desde 1990, el Parlamento chileno está en la ciudad de Valparaíso, mientras que el Poder Ejecutivo permaneció en Santiago).

  • Los constituyentes tendrán un plazo de nueve meses para elaborar y aprobar la nueva Constitución;
  • Cada artículo deberá ser aprobado por dos tercios de los constituyentes, proporción que sirve para garantizar (al menos teóricamente) que cada punto cuente con el respaldo de la mayoría de la sociedad;
  • De ser necesario, los constituyentes podrán prorrogar los trabajos solo una vez, por tres meses;
  • De este modo, la nueva Carta Magna chilena estaría lista entre mayo y julio de 2021;
  • El mínimo de dos tercios para la aprobación de cada punto y del texto también es una forma de garantizar que la nueva ley fundamental de Chile no será objeto, tan temprano, de reformas ni de enmiendas a modo de “band-aid”;
  • Luego de concluida y aprobada por los constituyentes, será remitida al presidente de la República, que deberá convocar, en un plazo máximo de 60 días, la realización de un plebiscito para saber si es aprobada – o no – por la población. Si, hipotéticamente, los chilenos votan en contra de esa nueva Constitución, seguirá rigiendo la actual.

La nueva Constitución será elaborada por los constituyentes casi sin condiciones previas. Las únicas condiciones son que Chile seguirá siendo una República y que las sentencias judiciales previas, así como los tratados internacionales firmados anteriormente, se mantendrán vigentes. 

Los plazos para elaborar la Constitución chilena son relativamente breves porque el país necesita con urgencia determinar un rumbo. Mucho más larga fue la elaboración y discusión de la Constituyente brasileña de 1988, que duró casi un año y medio – en la recta final, todo se hizo a las apuradas, con los correspondientes defectos que eso generó. El caso de mayor plazo para algo así fue el de la Asamblea Nacional Constituyente del venezolano Nicolás Maduro. Estaba compuesta al 100% por constituyentes chavistas. Duró dos años y medio. Peculiarmente, fue finalizada en diciembre del año pasado, sin la elaboración de una Carta Magna.

Tiempo real y paridad entre hombres y mujeres: las novedades de la Constituyente chilena

Esta será la primera constituyente del planeta a ser elaborada con la paridad de un plenario compuesto 50% por hombres y 50% por mujeres. Como son 155 constituyentes (número impar), terminó dividido entre 77 mujeres y 78 hombres por el complejo sistema de cálculos.

Esta también será la primera constituyente del mundo realizada después del surgimiento de las redes sociales, hecho que promete potenciar los debates dentro del plenario y en la sociedad. Será una especie de «reality show», con los internautas elogiando e insultando a los constituyentes en tiempo real.

En más de 200 años de vida independiente de Chile esta será la primera Constitución escrita sin la tutela militar.

Y, como si todo esto fuera poco, ocurrirá en este nuevo mundo post pandemia. 

Instituciones en crisis

Varias instituciones chilenas empezaron a perder su histórico prestigio en la última década y media. Es el caso de las Fuerzas Armadas que, a pesar de las torturas en los tiempos de la dictadura, mantenía – entre varios sectores de la sociedad – una imagen de ausencia de corrupción. Sin embargo, diversos escándalos echaron luz sobre una serie de negociados en los cuarteles, hecho que afectó duramente la imagen de los militares. 

Los carabineros (la policía) también quedaron en el ojo de la tormenta de millonarios chanchullos. Pero su imagen se deterioró más todavía cuando los pacos (denominación popular despreciativa de los carabineros) protagonizaron una represión sanguinaria contra los participantes de las manifestaciones de 2019. 

Además de las fuerzas de seguridad, la Iglesia chilena, que siempre tuvo fuerte influencia en la sociedad desde los tiempos coloniales, fue duramente afectada por el enorme volumen de casos de abuso y violencia sexual hacia niños y adolescentes protagonizados por obispos, padres y monjas chilenos. Esto provocó, en los últimos 15 años, una reducción del rebaño de fieles en el país, de 73% a 45% (28 puntos porcentuales). Pero no significó exactamente una pérdida de terreno para las iglesias evangélicas, ya que, en ese periodo, crecieron de 9% a 15% de la población (un aumento de 6 puntos porcentuales). 

Los obispos chilenos – buena parte de los cuales proviene de la élite chilena (a contramano de los otros países de la región) – solían ocuparse de colocar paños fríos cuando la tensión social empezaba a hervir. Esa influencia – debido a los escándalos sexuales – se desvaneció. 

Los mercados temen la Nueva Constitución

Desde mediados de 1980, Chile fue el país de América Latina que aplicó con mayor intensidad las prácticas neoliberales; fue el enfant gâté de los mercados. El analista y diplomático chileno Gabriel Gaspar define a su país con ironía: “Chile es la Corea del Norte del neoliberalismo”.

Chile entra ahora en una fase misteriosa. Ya había ingresado en un terreno difuso con las protestas de 2019 y con la decisión, en 2020, de hacer una nueva Carta Magna. Con el resultado de las elecciones constituyentes, el futuro del perfil financiero y económico que el país tendrá es un misterio. El día después de las elecciones, la Bolsa de Valores de Santiago cayó y el peso chileno se devaluó. Los analistas indican que los inversores tendrán una mirada mucho más cautelosa sobre el país durante los meses de la Constituyente.

El sitio web de BNamericas indicó que el resultado de las elecciones constitucionales “eliminó una camada de incertezas que se cernía sobre el país desde los últimos meses de 2019. Pero se sustituyó esa camada de incertezas por otra”.

Vastos sectores de la Asamblea pretenden eliminar (o reducir) el sistema privado de pensiones protagonizado por el fondo de pensiones y recuperar el sistema previsional estatal. Otros desean rever los contratos de minería. También existen sectores que quieren terminar con las privatizaciones del abastecimiento de agua (asunto cada vez más delicado en Chile debido a las crecientes sequías que asolan el país).

Algunos analistas argumentan que no existirá una mayoría independiente cohesionada. Los independientes están fragmentados (por lo menos, por ahora), con una enorme heterogeneidad entre ellos. Y, por estar fragmentada, la Constituyente requerirá mucha negociación interna. Existe, sin embargo, otro factor que aumenta el nerviosismo del mercado: en noviembre de este año, el país pasará por el primer turno de las elecciones presidenciales. En diciembre, por el segundo turno. El nuevo presidente asumirá en marzo, con la Constituyente todavía en marcha. O sea, las elecciones presidenciales ocurrirán en pleno – y «volcánico» – clima de debate sobre la nueva Carta Magna.

Pateando para adelante: las semejanzas entre Chile y el Titanic

Por detrás de este fenómeno de los independientes, de la crisis de los partidos históricos y los pedidos para reformular el modelo económico (y de las manifestaciones de los últimos años), se acumulan décadas de gobiernos de derecha y de izquierda que patean para adelante los problemas sociales.

Protestos en Santiago el 29 de octubre de 2019. Foto: Shutterstock

En 2019, Chile era el país socialmente más desigual de la OCDE. Además, tenía un coeficiente de Gini de 0,45. De esta manera, era más desigual que Argentina, El Salvador, Ecuador y Uruguay.

Pero su imagen en el exterior era otra. 

Chile, de cierta forma, tiene varios paralelos con el transatlántico Titanic. El barco, incluso antes de hacer su primer (y último) viaje, tuvo una campaña de marketing que afirmaba que era un “modelo” para toda la industria naval. 

Los constructores afirmaban a pies juntillas que nunca se hundiría. Además, la empresa White Star Line exhibía el Titanic como un emblema de lujo. Lo era. Pero solo en la parte reservada a la élite, que tenía a disposición exuberantes y refinados camarotes. Sin embargo, la gran mayoría de los pasajeros, los pobres, iban apiñados como sardinas en los puentes inferiores. Poca ventilación, pocos alimentos. Además, el Titanic no contaba con un Plan B concreto para el escenario de un desastre, ya que el barco tenía pocos botes salvavidas.

Chile es una especie de Titanic social sudamericano. Tuvo mucho marketing desde los años 1990, y logró convencer a buena parte de sus vecinos de que era un modelo a seguir (mientras camuflaba sus problemas socio económicos).

En Brasil, abundaron los apologistas del estilo chileno de administrar el país y su economía. Pero entre los años 1980 y el fin de la década pasada, a pesar de su supuesta prosperidad, centenas de miles de profesionales brasileños prefirieron trabajar como fontaneros y empleados de fast-food en los Estados Unidos a intentar un puesto de ingeniero en el “Eldorado” chileno, hacia donde migró solamente un puñado de ellos.

Mutatis mutandis, los partidos oficialistas y de la oposición hicieron algo parecido a lo que hizo, en 1912, el capitán Edward Smith, comandante del Titanic, con el iceberg con el cual chocó el transatlántico. En un primer momento, consideró que la situación no era tan grave. Después, tardó en dar la orden de salvataje de los pasajeros. Y, desorientado, perdió un tiempo valioso dando órdenes ambiguas. Resultado: Smith se hundió con el barco.

Traducido por Adelina Chaves

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